La primavera sacaba sus colores más vivos. Pequeños brotes surgían por doquier y pasos ansiosos recorrían sus recodos. El cielo se empezaba a ocultar tras las hojas verde jade. Altos como lanzas, los árboles se mecían al viento y semillas volaban sin rumbo.
El verano era caluroso, pero a su cobijo no lo aparentaba. Las copas de los árboles tapaban el ardiente sol y la escasa brisa que soplaba se colaba entre los troncos, bailando una danza cansada. Cierto sopor se adueñaba de las horas centrales del día y por la noche el baile se retomaba entre ramas y troncos. El suelo verde oscuro frente a un cielo lleno de estrellas.
El otoño aparecía sin ser visto. Se colaba noche a noche y una tarde la piel vibraba al sonido de las hojas bailando una danza mágica. Y la brisa se tornaba viento que jugaba con las hojas, con las ramas. Olor a lluvia que prometía llegar. El cielo que cada vez más se entreveía entre las ramas en forma de rayos de luz. Y las ramas desnudándose.
Y el invierno era blanco silencio. Con pisadas en la nieve y plantas que resistían. Era el viento ahora ventisca y la luz apenas día. Lunas llenas que iluminan troncos desnudos y otros perennes.
Y así sin más, una y otra vez jugaban las estaciones.
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