Al mirar hacia arriba podía ver el cielo y las copas de los arboles pasar a toda velocidad a través de la ventanilla trasera del coche. Me perdí un momento en aquella imagen.
Escuchaba palabras. Voces. A los cuatro años no era capaz de prestar mucha atención a lo que se decía, pero la fiebre tampoco ayudaba.
Tras eso lo siguiente fue una sala oscura iluminada de blanco. La cara de una mujer vestida de blanco pidiendo a mi madre salir de la habitación.
Podía verlo en la distancia. Desde una esquina del techo al tiempo que desde mis ojos.
Y el asunto fue serio...
Lo suficientemente serio como para gastar opciones. Pedirle a Dios. Rezar. Maldecir. Comprar pescado fresco en la lonja para devolverlo al mar a ver si el karma me correspondía. Y... bueno, un poco de todo.
Así que desafiando al año de la Serpiente que predijo que no saldría adelante, acabé por cambiar de nombre. Larga vida, me nombraron.
A veces el valor de tu vida no es el tuyo propio, sino el que tiene para otros. A veces vives precisamente porque otros lo necesitan, aunque esa vida sea la tuya.
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